Historia sentimental
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Historia sentimental

No me gustaba Maradona como persona. Me parecía excesivo, agresivo, maleducado y prepotente. Condeno todo lo que hizo y estoy y siempre estaré junto a las víctimas de cualquier tipo de agresión o abuso. Les creo. Las apoyo. Me habría parecido bien que Maradona entrase en la cárcel por sus actos o hubiese tenido que pagar de alguna otra manera. Nada de lo que hizo Maradona en su vida lo redime de nada. No puedo defender ni quiero hacerlo su comportamiento mafioso ni sus privilegios. Maradona nunca me cayó bien.

En casa especulábamos desde hacía días con la posibilidad de su muerte. Se veía venir, esperábamos la noticia. Por eso me extrañó muchísimo que, al saberlo, hablando con mi marido por teléfono, el corazón se me encogiera y los ojos se me llenaran de lágrimas. Él me estaba diciendo que bueno, que a él ni fu ni fa, que tampoco es que le diera pena. Y yo quería estar de acuerdo, quería decir que a mí tampoco, pero ahí estaba, dando vueltas por la cocina, al borde del llanto.

Me enfadé mucho conmigo misma. «Señoras, soy feminista», quería gritar. «Créanme. Ni por un momento creo que el verdugo merezca más atención que sus víctimas, ni por un momento creo que deba pesar más un buen regate que el maltrato a otra persona». Y ahí seguía el nudo en la garganta, mientras yo era incapaz de entender por qué me daba pena que se muriera un señor que no me gustaba, que no me caía bien y a quien nunca consideré un dios.

Solo tiene una explicación y todavía estoy haciendo las paces con ella. Soy una persona y como tal tengo contradicciones. Y me dejaré la voz y la piel defendiendo a todas las víctimas siempre y, a la vez, mi vida estará irremediablemente relacionada con la de personajes públicos que no me gustan y a los que no defiendo.

Maradona es mi historia sentimental. Es el primer mundial que recuerdo, a los diez años, gritando con mi madre en una instantánea que no sé si es precisa, pero que tengo grabada en la cabeza. El primer mundial, al que siguieron todos los demás en un ritual que no falla nunca, ese mes que dedico a ver fútbol a todas horas, un deporte que me encanta y me frustra, que saca lo mejor y lo peor de mí. Un mundial que vi en una tele acabada de comprar, en el primer piso que tuvimos en Castelldefels, apenas un año después de haber viajado desde Buenos Aires. El mundial que celebramos solos, porque casi no teníamos a nadie y nos hacía echar de menos a la familia y a los amigos más que nunca, en una época en la que no había internet y las llamadas intercontinentales eran algo que no nos podíamos permitir.

Maradona también es jugar al fútbol con cualquier cosa y una portería hecha con chaquetas o con dos piedras y el «no valen cañardos» mientras intentabas llevar la pelota cosida al pie en un campo diminuto con todos los de la clase o todos los del barrio. Los nervios cuando había que hacer equipos por no saber si te iban a elegir o no. Los cromos de futbolistas, que algunos años no eran adhesivos y que yo pegaba con engrudo de harina y agua si no había pegamento en casa. El «tengui» y «falti» de la hora del patio. El gol milagro que veías por la tele o a lo mejor tenías grabado en un VHS y repetías mil veces. El futbolín y cómo radiabas tú misma el partido imaginario que estabas jugando en el bar. Ese once de sueño que todos teníamos, ese primer gol que habíamos gritado en algún momento. El equipo perdedor que recibía a una estrella que podía hacerle ganar una liga.

Y Maradona también es el sueño de poder llegar a lo más alto siendo los nadies de Galeano. La dictadura que apenas entendí siendo una niña, pero que exilió o se llevó por delante a tanta gente. La autoestima que de repente devolvió ese mundial del 86. Es América Latina que a veces me duele más de lo que creo que voy a poder soportar. Es el sentimiento de impotencia de ver que, aunque puedes llegar a lo más alto, sigues siendo de barro, que ese no es tu lugar. Es la frustración de ver un proyecto caído, que Argentina toca el cielo un instante y luego vuelve al lugar que parece pertenecerle en el mundo, como todos los demás. Es ver cómo se deshace el espejismo que nos dio alas.

Ayer yo no lloraba al hombre, aunque era el hombre el que había muerto. Ayer se me partía el alma por lo que fuimos y lo que somos los que recordamos ese mundial, esa jugada desde el centro del campo. Por lo que soñó el Río de la Plata y no pudo ser. Por los que vemos en el fútbol desde siempre algo más, que no podemos explicar a los escépticos, pero que es consciencia de clase dentro de algo que se ha convertido en un negocio multimillonario. Nosotros lo vimos y lo recordamos.

Y sí, por mucho que me cueste reconciliar ambas cosas, puedo sentirlas al mismo tiempo. Detesto a Maradona como persona y defiendo a sus víctimas. Y también adoro lo que significa Maradona para toda una generación. De argentinos, de latinoamericanos, de amantes del fútbol.

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