20 Ene El bar
Carolina pensaba que le había tocado el Gordo. La habían contratado como encargada de una sala de fiestas exclusiva que abría apenas un par de veces a la semana, siempre con cita previa, para organizar saraos privados para gente muy rica y normalmente muy poco ruidosa que bebía discretamente, bailaba sin montar follones y, en líneas generales, se comportaba civilizadamente.
El personal que tenía a su cargo era increíble. Nunca había visto jóvenes tan disciplinados. Llegaban siempre a tiempo, elegantísimos, sin una arruga en los trajes de trabajo, aparentemente bien descansados. Eran atentos con los clientes, tenían muy buenos reflejos y mantenían los accidentes en el trabajo al mínimo. Se rompían pocas copas, el suelo se mantenía impecable (y menos mal, porque era de madera noble, no tenía ni idea de cómo habrían hecho para limpiarlo con garantías si le hubiesen caído cubatas noche sí y noche también) y en los baños se podría haber comido sopa de los lavabos.
De gran parte del trabajo se encargaba su jefe. La reposición de bebidas se hacía automáticamente, según le dijo, por una especie de suscripción mensual y una app que se conectaba con sus neveras y por peso y circulación de aire calculaba las botellas que quedaban. Ella solo tenía que ir y abrirles la puerta y los proveedores metían todos los productos en su sitio. Eran bebidas rarísimas, que ella no había visto jamás.
El sueldo era un sueño. Particularmente para una chica joven que compartía piso y estudiaba por las mañanas. Con uno o dos días de trabajo le alcanzaba perfectamente para cubrir los gastos del piso y de la universidad y le sobraba un poco para darse algunos caprichos.
Sus amigos se reían y le decían que trabajaba para la mafia rusa, que algo tan bueno no sale porque sí, que eso tenía que ser una tapadera. Y muy en el fondo, ella también pensaba que era demasiado bonito para ser real. Pero pensaba seguir aprovechándolo todo lo que pudiera.
Ahora se acuerda de todo eso mientras se sujeta la cabeza con las manos. Porque todo se torció una noche de trabajo. Cuando uno de los clientes le pareció supersexi. No le pudo quitar los ojos de encima en toda la noche y él se dio cuenta. Y le sonrió. Y se acercó a ella. Y charlaron un rato y ella se perdió en su mirada y pensó que un revolcón en el despacho de detrás de la barra no le haría daño a nadie. Y se lo llevó. Fue ella la que se lo llevó. Hicieron el amor como seis veces. Aulló los mejores orgasmos de su vida y casi no se dio cuenta cuando él le mordió el cuello mientras se corría por décima vez. O sí que se dio cuenta y eso la excitó aún más.
Y ahora es una de ellos. Una vampira. Y, oye, no está tan mal. Ha vuelto a ver al cliente supersexi alguna vez. No la han echado del trabajo, la han ascendido y le han puesto a otra encargada que pueda hacer gestiones durante el día. Pero todas las tardes, cuando se pone el sol, Carolina se hunde en la miseria un poco. Porque no le sale, porque no puede entenderlo. ¿Cómo hacen sus empleados para llegar hechos un pincel? ¿Cómo pueden vestirse y peinarse tan estupendamente si no se reflejan en los espejos? Y mientras intenta hacerse una trenza y maquillarse por quinta vez le vuelven a asaltar las mismas dudas. ¿Será algún día una vampira funcional?
Foto de Chan Walrus
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