28 May CON OJOS DE HOMBRE
Salgo de un agujero negro en el que he estado metida las últimas 24 horas. Porque ayer comenté en Twitter que, de los últimos cuatro proyectos españoles en los que he trabajado, dos tenían protagonistas prostitutas y dos tenían protagonistas violadas. Y, gracias a ese comentario, mi amiga Mila me sugirió unas charlas y me metí de cabeza en ese agujero del que ahora emerjo cabreada y pensativa, pero sobre todo cabreada.
Quizá uní los puntos porque vi de pasada este tuit de Álvaro Onieva:
Es posible que eso fuera lo que me hiciera pensar en los productos españoles que he tenido entre manos estos últimos meses.
Dejadme que os aclare que uno de mis trabajos como traductora audiovisual es generar listas de diálogos bilingües en español e inglés para que se usen como guión en lengua pivote en otros países a la hora de traducir esos productos para el doblaje o el subtitulado. Y es un trabajo que me gusta mucho.
Pero durante los últimos meses, cada vez que he empezado uno de estos encargos con la expectación y la alegría de los nuevos proyectos, he visto cómo se me iba congelando la sonrisa en la boca y cómo me iba costando más y más trabajar.
El propio Álvaro Onieva escribió este artículo en el que dice una cosa que me ha hecho pensar mucho:
«He de reconocer que cuando se estrenó Sky Rojo no supe ver la parte problemática. Asumí que era una serie entregada al entretenimiento más escapista y no le di ninguna importancia a la recreación que hacía de la violencia sexual contra las mujeres; simplemente era parte del juego. Luego me llamó la atención que compañeras como Beatriz o Aloña recibieran el visionado de una forma distinta, muy desagradable, y que, por supuesto, fuesen incapaces de verlo solo como un producto tontorrón más. Y ahí es donde te das cuenta de que tu privilegio como hombre entra en juego, por muy sensibilizado que quieras estar con el feminismo».
Comparto el trabajo con hombres y a veces me cuesta transmitir lo que a mí me agrede de una forma casi física, lo que considero un ataque personal, lo que me incomoda con tanta violencia que me provoca un rechazo visceral. Y entiendo que ellos no lo comprendan. Entiendo que ellos se puedan aislar de eso y considerarlo «solo un producto de ficción». Porque, lo cierto, es que yo creo que estos proyectos no están hechos con mala intención. O no todos ellos. Creo que tenemos tantas cosas tan interiorizadas que nos parece normal (como sociedad) que haya ciertos desencadenantes, que haya ciertos perfiles de relación, que haya ciertos automatismos en la ficción cinematográfica y televisiva que no nos paramos a analizar. Casi nunca.
Uno de los personajes femeninos de uno de mis proyectos le espetaba a un personaje masculino que no había luchado por ella, que se había rendido cuando ella lo había rechazado y que eso le había dolido. Y, mientras traducía, me encontré gritándole al personaje que por supuesto que se había rendido, que ella le había dicho que no lo quería y él había aceptado su decisión y la había dejado en paz, como debería hacer cualquier persona con dos dedos de frente ante una situación semejante. Porque esa es una de las bases de la cultura de la violación: darle valor a que el hombre «luche» por ti, insista aunque tú le hayas dicho que no, que te enamore con su persistencia, porque él sabe mejor que tú lo que sientes y lo que es bueno para ti. Un acoso en toda regla que nos parece romántico, que nos han hecho creer que es romántico.
Esas son las premisas sobre la que descansa la ficción y, si hoy tenemos un tsunami de violaciones y prostitución, es porque las premisas no han cambiado y estamos intentando meter con calzador a la mujer en un sistema masculino. Porque toda la ficción se basa en el viaje del héroe, o en el planteamiento, el nudo y el desenlace que nos enseñaron en el cole. Para que nuestra ficción funcione, necesitamos un problema, un detonante, una situación complicada que empuje a nuestros personajes hacia delante, que los haga evolucionar, que los haga emprender un viaje que los va a cambiar para siempre. Y, hasta ahora, especialmente en la ficción dramática o el thriller, el viaje del héroe empezaba con una situación en la que el hombre era el cuidador y el proveedor y se veía empujado a emprender el viaje por ese mismo motivo (Liam Neeson protegiendo a su hija o su esposa, todo un clásico).
El problema con ese arquetipo (o uno de los problemas, porque plantea muchísimos) es que no se puede trasladar a una mujer. Ya tenemos a los hombres que se protegen solos o que protegen a las mujeres, ¿cuál es el trauma al que se puede enfrentar una mujer para entrar en ese viaje de la heroína? Pues lo más fácil es que la agredan sexualmente, o que, por motivos muy tristes u oscuros (muchas veces más violencia, sexual o física) se haya tenido que dedicar a la prostitución.
Estas obras no surgen de la necesidad de analizar el impacto que tienen la prostitución o la violación en la vida de las mujeres y en la sociedad en general, sino que son simples recursos para que la acción avance y los personajes emprendan su viaje personal. Se normaliza la violencia sexual y física como el peaje que tiene que pagar el personaje para llegar a su final feliz, a su evolución, a su crecimiento personal. Porque el viaje del héroe lo exige así.
Quizá deberíamos plantearnos cuál es el viaje de la heroína, si tiene sentido que tenga la misma estructura que el viaje del héroe. Si el detonante para una mujer puede ser diferente. Si los resortes que mueven a nuestros personajes pueden cambiar y evolucionar. Quizá no necesitemos un trauma violento. Quizá no necesitemos siquiera el enfrentamiento entre hombre y mujer que parece estar en la raíz de tantos productos audiovisuales. Quizá sea un buen momento para cambiar la relación que existe entre los personajes y reflejar las relaciones que existen entre las personas de carne y hueso o educar en unas relaciones más sanas.
La violencia sexual es omnipresente y a las mujeres nos aterra. Leyendo también este artículo de Paula Jiménez, me encontré asintiendo con la cabeza en el momento que dice que en su círculo cercano no han violado a nadie, pero que una amiga le dice que prefieren que la asesinen a que la violen, que no sabe si podría vivir con ese trauma. Porque todas nos lo imaginamos. Y es así porque forma parte del imaginario colectivo, porque está presente en la cultura que consumimos, porque es el mayor castigo al que nos pueden someter.
Hemos crecido con el miedo a la violencia sexual. Nos hemos criado aterrorizadas por la posibilidad de que nos persigan, de que nos violenten, de que nos acosen. Nos lo planteamos todos los días en microdecisiones que no nos damos cuenta ni que tomamos. El largo de la falda; la cantidad de maquillaje; cómo responder, si es que respondemos, a lo que nos han dicho; levantar o no la voz; reírnos o no de ese chiste; criticar a esa otra mujer; irnos al bar a esa hora; volver solas a casa.
Salimos a la calle y no nos preocupa que nos roben el bolso, ni que nos atropellen al cruzar la calle. Nos preocupa que nos arrastren a un portal y nos violen o que nos metan mano en el transporte público (y ojalá se quede solo en eso).
Y tenemos que tomar precauciones para que no pase. Volver a casa acompañadas, llevar las llaves en la mano, no pasar por determinadas calles o zonas, no hablar con ciertas personas, no ser demasiado simpáticas, no emborracharnos demasiado, no vestirnos provocativas.
Eso es lo que perpetúa la ficción. Porque las mujeres que necesitan el recurso de la prostitución o la violación para avanzar en el arco argumental no se lo merecen. Eso es lo más importante. A las prostitutas las empujan la miseria y la pobreza, o las engañan o las venden. Las violadas no hacen nada «mal». En la dicotomía de la mujer madre o la mujer puta, no son putas aunque sean prostitutas. Son mujeres madre, mujeres buenas, mujeres correctas y puras, empujadas a esa situación por culpa del azar o de una situación desesperada. La prostitución o la violación las despoja de su pureza y ellas luchan para volver a recuperarla, para volver a ser esas mujeres buenas con las que un hombre se podría casar, a las que un hombre podría querer, pese a la mancha en su inmaculada vida.
Es una especie de moraleja para que las mujeres «normales» tengan cuidado, porque les puede pasar a ellas. Esa situación desesperada podría ser la tuya y podrías acabar metida en la prostitución. Ese azar podría ser el tuyo y podrías ser una víctima de violación aunque seas buena.
A las mujeres «malas» ni se las menciona, porque esas se lo merecen. Las que vuelven tarde solas, con minifalda y colocadas a casa lo están pidiendo a gritos. Por eso las protagonistas no son nunca indignas, ni siquiera toman malas decisiones. Es importante que nada de lo que hacen se pueda considerar una provocación. Es todo una cuestión de mala suerte, algo que le podría pasar a cualquiera de nosotras. La sociedad ya sabe que a una porción de las mujeres les pasa porque se lo buscan. El aviso para navegantes es para las mujeres buenas, para las que siguen las normas. No te atrevas a pensar en tener más libertad, no te atrevas a salir de la senda marcada, porque te podría pasar a ti.
Pero no es eso lo único perverso. Las protagonista de estos productos son guerreras, son duras, son fuertes. Lo que les ha pasado las alimenta, les da energía para seguir adelante, no paran hasta acabar con los causantes de su desgracia. Y, en muchísimos casos, se contraponen a otras mujeres, las que sufren lo mismo pero no denuncian, las que no pueden salir (y a veces, incluso, no quieren), las que han sufrido lo mismo y no son «admirables» porque no se enfrentan a nadie. Normalmente representadas como mujeres hundidas y amedrentadas que se niegan a ayudar a la protagonista. No quieren declarar, no quieren denunciar, no quieren hablar. Y así creamos víctimas buenas y malas. Víctimas que responden como se tiene que responder y víctimas que no lo hacen, que dejan que las venza el miedo, que se ve que es la peor de las emociones.
Así creamos esa opinión predominante de que hay una sola manera de enfrentarse al trauma, al dolor y al desgarro que te produce la violencia sexual. Así aprendemos a despreciar a las víctimas que sufren, las revictimizamos, no entendemos su comportamiento, lo censuramos. De una manera inconsciente, claro. Como público queremos que la heroína gane, queremos que llegue a un final redentor en el que esté en paz con lo que le ha pasado. Si hay otras víctimas que no la ayudan en su camino, sentimos un rechazo automático, no sentimos ninguna empatía. Y establecemos un sistema de castas de víctimas, como si una reacción fuese más noble o loable que otra.
Por no hablar de la romantización de todo lo que rodea a la violencia sexual. Puticlubs preciosos que parecen teatros en los que las prostitutas hacen pole dance o números increíbles de baile con un vestuario de lujo. Paisajes alucinantes por los que pasean los violadores, que viven en casas frente al mar. Putas y víctimas que se siguen vistiendo como objetos sexuales porque se ve que les encanta llamar la atención y no conocen el funcionamiento de una goma de pelo.
Además, en casi todos los productos de este tipo, el violador, el proxeneta o el cliente es el arquetipo de villano. Un violador en serie. Un proxeneta abusador y despótico. Un cliente cruel. Es muy fácil posicionarse contra ese personaje masculino. Odiamos al malo porque es el malo, todo en él es reprobable. Y con eso no reflexionamos nada. No es el amigo que te viola cuando estás borracha, el familiar lejano que te mete mano bajo la mesa, el cliente aburrido que se va de putas porque puede y luego vuelve a casa con su familia. No analizamos por qué la violencia contra las mujeres la ejerce cualquiera. De hecho, no reflejamos que la violencia contra las mujeres la ejerce cualquiera, porque en estos productos los violentos son gente muy mala. Gente con la que no nos vamos a encontrar si somos «buenas» y tenemos suerte. El violador droga a la víctima y la graba o se lleva un souvenir. El proxeneta compra a la víctima y la maltrata. El cliente es una persona normal con una doble cara que da rienda suelta a sus bajas pasiones en el puticlub.
Es el mismo tipo de villano que pone una bomba en un puente y mata a inocentes, pero trasladado a una situación de violencia sexual. No te cae bien, no empatizas con él, quieres que pierda y acabe en la cárcel o, en uno de esos giros tan de peli estadounidense, muerto incluso a manos de la víctima, porque se ve que lo del «ojo por ojo» y lo de tomarnos la justicia por nuestra mano nos pone perracos. ¿Qué reflexión puede haber? ¿Qué charla sobre la violencia estructural? Si el malo es tan malo es porque es un psicópata, el tipo de violencia que ejerce no es importante. Volvemos a anular la experiencia de la mujer violentada porque el villano es un personaje horrible en todos los aspectos de su vida.
Pero siempre hay un personaje… ay, madre, siempre hay un personaje masculino redentor o redimido. Un proxeneta del que la prostituta se enamora porque en el fondo es una buena persona que se ha visto empujado a ese mundo, igual que ella. Un novio violento o mentiroso que se enfada o le esconde las cosas a la protagonista por su bien. Un cliente que se da cuenta al final de que las putas son personas. Un hombre que está esperando que ella, con su dulzura innata, lo salve de sí mismo, lo perdone y lo quiera. Y que a su vez la ayudará a ella a superar todo lo que ha vivido. O quizá no, quizá sea un amor destinado a morirse, pero lo redimirá a él, lo convertirá en el personaje que en el fondo es bueno y que sabemos que tiene principios morales debajo de todo eso tan horrible que se ha visto obligado a hacer.
Por eso se me congela la sonrisa. Porque el viaje de la mujer sigue siendo el de sufrir violencia sexual para acabar abrazada por un hombre que la quiera, o para acabar recuperando su respetabilidad y jurarse a sí misma que nunca más va a permitir que le pase algo así. Porque seguimos dando la imagen de que violadores y clientes de prostitución son personas desequilibradas y despiadadas, malas de verdad, con adicciones o patologías que los empujan a violar o maltratar. Porque las mujeres siguen siendo buenas o malas en función de lo que hagan, tanto antes como después de la agresión. Y porque las víctimas solo lo son y solo obtienen credibilidad y respeto si hacen lo que se espera que hagan.
Gracias a Mila, ayer vi esta charla de Joey Soloway que me hizo pensar mucho. Y empalmé con esta otra junto a Hannah Gadsby, de la que os recomiendo Nanette, que tenéis en Netflix. En la primera charla, Joey explica que la ficción tiene mirada masculina. Y es cierto. No porque no haya guionistas y directoras mujeres, haciendo un trabajo excelente, que las hay, sino porque los códigos de la ficción, las bases sobre las que se construyen las historias, tienen un punto de vista masculino, porque son principalmente hombres los que nos las han contado desde que nacieron el cine y la televisión. Hemos aprendido cine con esa visión masculina, y no nos llaman la atención los mecanismos que usa. Y los exhibidores están acostumbrados a esas historias y saben que son las que van a tener éxito, así que las siguen comprando y financiando, y así se perpetúa esa visión sobre nosotras, nuestra vida y nuestro cuerpo.
Joey habla también de las letras de las canciones, de la cultura en general. De cómo esa visión masculina lo impregna todo. De cómo las letras de las canciones hablan impunemente de acoso, violencia y abuso sin que nos salten las alarmas. Y luego habla del arte y de cómo el arte se divide en arte de primera y de segunda y en el de segunda, en el de los museos etnológicos, está el arte que no es arte, que es artesanía, como decía Galeano, y que está hecho, en general, por mujeres. Y, trasladado a la ficción, tenemos la ficción de primera, las historias de hombres y las historias de mujeres explicadas según los parámetros de los hombres, y la ficción de segunda, el cine de chicas, el culebrón, los dramas de pensar, las cosas que se identifican como femeninas porque no siguen los cánones clásicos del cine y la televisión.
Decía Álvaro Onieva que hay que escuchar a las mujeres. Pero no es solo eso. Hay que dejar que las mujeres expliquemos nuestras historias como nosotras queramos, mirándonos entre nosotras como nos miramos las mujeres y no como nos miran los hombres. Hay que empezar a contar historias que nos encajen mejor, no a reciclar historias testosterónicas con mujeres como protagonistas. Hasta ahora ha habido un monólogo. Y, sí, a veces ha sido glorioso y nos ha dejado algunas obras de arte cinematográficas y televisivas. Pero hay más gente que quiere hablar. Mujeres, sí, pero no solo nosotras. Hay muchas voces queriendo contar otras cosas, de otra manera. Y quizá nos cambien la vida.
Joakina
Posted at 17:06h, 02 junioMuy interesante,muy trabajado, parece que hay que abolir la prostitucion,,es más fácil para los gobiernos que siga, haciendo la vista gorda,son personas de las que no hay que ocuparse,tendrían que tener trabajo, adaptado a los conocimientos de cada una,un tiempo de acogida,de cuidados,,los hombres que por lo general las utilizan, que pasa con ellos?,es como una rueda,hay mucho que dialogar, eskerrikasko,se te hechaba en falta,las que tenemos hijas,y nosotras mismas tenemos miedo a caminar de noche,hay que educar respetar,…. que estemos bien un abrazo