27 Ene Ángel
Ángel García se mira las manos putrefactas intentando entender lo que pasa, pero su cerebro no lo comprende, no lo asimila.
Lo cierto es que Ángel nunca ha sido un tipo demasiado despierto. Nació en una familia rica y sus padres se dieron cuenta rápidamente de que el niño no iba a destacar nunca por su inteligencia. Pero para eso está el dinero. Para pagar a buenos profesores particulares y para untar a los claustros que hiciera falta para que el niño fuera avanzando y consiguiendo todos los títulos que tenía que conseguir. Al fin y al cabo, nunca tendría que buscarse la vida ni que presentarse a una entrevista de trabajo. Siempre habría un hueco en una de las empresas familiares, en un consejo de administración, en una reunión de accionistas, o en un equipo de asesores. Se ganaría bien la vida y no tendría que preocuparse por nada más. Los títulos eran solo una garantía para la familia, una manera de enseñarle al mundo que el niño hacía lo que debía hacer y que era tan brillante como el resto de su estirpe.
Y aunque no fuese precisamente rápido, Ángel se dio cuenta en algún momento de la adolescencia que no importaba mucho lo que hiciera, que daba igual el esfuerzo y las ganas que ponía, que las notas siempre eran buenas aunque él siguiera sin enterarse de nada. El cálculo de porcentajes, la estadística y el balance de cuentas le sonaban igual que una oración en arameo y cualquier observador avispado habría notado que los ojos se le apagaban y conectaba con algo en su interior que lo abstraía de lo que comentaba su profesor. Vamos, que no hacía ni caso y pensaba en sus cosas.
Sus cosas habían pasado de ser los videojuegos más recientes y algún reto viral al que intentaba sumarse con suerte irregular, a las discotecas, los coches, las chicas y las drogas.
Y es que, cuando tu vida parece flotar sobre un camino predefinido sobre el que no tienes ningún control, te concentras en lo poco que sí puedes decidir.
Ángel, a quien se le escapaba totalmente la ironía del nombre que le habían puesto, se gastaba su generosa asignación semanal en cocaína. Principalmente. Siempre había alguna copa que pagar para los amigos o para alguna chica guapa, claro, pero el resto era para la coca, para el colocón que le permitía creerse un dios durante un rato, olvidarse de que estaba totalmente encerrado en la proverbial jaula de oro de la que no tenía inteligencia suficiente para escapar.
La cocaína había hecho estragos en su cerebro y sus conexiones neuronales, dejándolo aun más impedido de lo que había estado toda su vida. Y quizá por eso ahora le cuesta entender qué les pasa a sus manos, que han adquirido un tono cetrino y parecen a punto de caerse a pedazos.
Ángel no entiende que está pasando de ser el más tonto de los humanos al más listo de los zombis y que se lo debe todo a su imbecilidad y a la farlopa que ha hecho imposible que la infección se expanda por todo el cerebro. En algún sitio, unas neuronas muertas bloquean el acceso de la zombificación a toda la red neural, permitiéndole conservar cierta estupidez humana que quizá pueda servirle de algo.
Foto de MART PRODUCTION
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