REFERENTES
16016
post-template-default,single,single-post,postid-16016,single-format-standard,bridge-core-2.2.5,ajax_fade,page_not_loaded,,qode-title-hidden,qode-child-theme-ver-1.0.0,qode-theme-ver-21.3,qode-theme-bridge,qode_header_in_grid,wpb-js-composer js-comp-ver-7.3,vc_responsive

REFERENTES

Hace poco menos de 30 años, yendo al instituto, un día cualquiera, en la avenida Tarradellas, me encontré con una jugadora del Universitari. Yo llevaba cuatro o cinco años jugando al baloncesto y verla fue como encontrarme un animal mitológico, como recibir una señal. Nunca había visto una jugadora profesional y el corazón me dio un vuelco. No creo que ella lo notara, no creo ni que me viera. Pero yo hice el resto del camino con la cara ardiendo, roja como un tomate y dando saltitos. Había visto lo que yo quería ser de mayor y no me lo podía creer.

En esa época, en las paredes de mi cuarto, Epi, Solozábal y Norris compartían espacio con pósteres de películas y cantantes. Yo invertía toda mi semanada y cualquier moneda extra que pudiera conseguir en comprarme la entrada más barata disponible del Palau Sant Jordi, aunque siempre me sentaba detrás del banquillo del Barça porque los empleados del Palau me conocían y hacían la vista gorda. Si me quedaba algo de dinero, me compraba la Gigantes, que leía, recortaba y pegaba en mi carpeta.

Durante años había visto a jugadores de baloncesto por la calle. A Roger Esteller, a Corny Thompson, a Nacho Solozábal, que al final resultó que vivía en mi barrio. Había esperado a los jugadores del Estudiantes, mi segundo equipo favorito, a la salida del partido, me había cruzado con la plantilla entera del Barça de camino al Palau. Pero nunca había sentido el chispazo que sentí al ver, durante apenas medio minuto, a una jugadora del Universitari despidiéndose de sus padres un día cualquiera. Porque aunque me sonaba que eso existía, no lo había visto jamás.

Pasaron los años. Me mudé, tuve que dejar mi equipo. Busqué otro e hice alguna prueba, pero yo era una escolta mediocre de metro sesenta, así que no hubo suerte. Acabé dejando el baloncesto. La vida siguió su curso, me dediqué a mis otras pasiones. Quizá no le puse demasiadas ganas, ¿quién sabe? Viví por y para el baloncesto durante unos años y luego se acabó.

Pero seguí disfrutando como espectadora. Siempre con el Barça masculino, durante un tiempo por la tele, luego, poco a poco, volviendo al Palau Blaugrana. Mis tres hijos juegan al baloncesto y me he paseado por todos los pabellones de Catalunya. Han jugado incluso en mi primera pista, en Castelldefels, donde yo aprendí a hacer entradas. Estuvimos en la fase final de la Copa del Rey que se jugó en Barcelona y donde el Madrid nos dio una tunda que aún me escuece. Sigo un poco más de lejos la liga femenina, porque me entero poco. Tengo pendiente ir a ver al Girona y al Cadí La Seu.

Pero hace unas semanas fuimos a ver al Barça femenino. Estaba en segunda, pero jugaba en el Palau y mi hija y yo queríamos ir a apoyar a las jugadoras, que estaban a punto de subir (¡y lo han conseguido!).

Ya llegar fue lo más bonito del mundo. Creo que nunca había visto tantas jugadoras aficionadas juntas. Ni a tantas mujeres en el Palau. Entrenadoras, equipos de baloncesto base, mujeres altísimas y otras no tanto, chicas y niñas con sus camisetas, con sus amigas, con su familia. Tanto, tantísimo amor por el baloncesto que sentí que me iba a explotar el corazón en el pecho.

Y, de repente, sentada en la grada, mirando el partido, me vi. Me vi como no me había visto nunca, riéndome el día que explotó el metacrilato de la canasta, celebrando el día que pasamos a territoriales, volviendo de nuestros partidos en tren. Vi el partido que acabamos con tres en pista, la camiseta amarilla de mi equipo, la jugada 3 en la que subían las pívots a intentar un triple. Vi a Sheila y a Xènia, a Diana, a Silvia, a Mónica, a Elena, a Asun. Me vi subiendo escaleras en pretemporada y haciendo de entrenadora el día que a Susana no paraba de sangrarle la boca y Jósean se fue con ella al hospital. Me vi defendiendo; qué bien defendía. Me vi disfrutando, yo que siempre he pensado que el deporte no es lo mío, que no me gusta ni se me da bien.

Me vi como Ego se ve a sí mismo en Ratatouille y recordé un momento de tanta felicidad en mi vida que casi me dolió físicamente.

Y me dio rabia. Me dio rabia no haber sabido jamás ni dónde ni cuándo jugaba el Universitari. No haber visto nunca un partido femenino ni haber podido tener un póster en mi habitación de una jugadora estupenda junto a Nacho, Epi y Audie. Me enfadé por no haber jugado más allá de los 17 años, por haber pensado que no valía la pena, que total yo no era tan buena.

Porque cuando no tenemos referentes, no es que perdamos únicamente la capacidad de soñar con llegar a lo más alto, que también. Lo que perdemos es el hábito, la costumbre, la facilidad para jugar hasta que queramos, la pachanga 30 años después con las amigas del equipo, en la que te hacen un tapón y todas se ríen y luego robas un balón y piensas por dentro: «Bueno, aún queda algo». Esa en la que acabáis todas con flato, cansadas y rojas como un tomate, pero felices, tomando una cerveza que os habéis ganado y recordando los días de gloria y las risas del vestuario.

Cuando no hay equipos profesionales a los que mirar, cuando no hay jugadoras a las que admirar, nos quedamos huérfanas de ejemplos y abandonamos lo que más nos gusta, convencidas de que no hay nada que hacer. Nos roban el derecho a practicar deporte toda la vida, a disfrutar a nuestro nivel, sea cual sea, a aprovechar los beneficios del deporte. Nos quedamos sin la familia que nos da el club, sin las anécdotas y las experiencias que nos hacen crecer como personas.

No es que nos guste menos el deporte, es que el mensaje es que no es nuestro terreno, que no es para nosotras. Si no hay jugadoras, entrenadoras, periodistas ni directivas, creemos que ese espacio no nos pertenece. Quedamos relegadas a ser observadoras y animadoras, nunca protagonistas, en las gradas de los partidos masculinos.

Ese día, en el partido del Barça femenino, yo lloré. Y luego miré a mi hija y deseé muy fuerte que dentro de treinta años no se acuerde de ese partido del Barça. Ni del partido del Cadí La Seu que ella sí ha visto. Ni de los partidos que hemos visto por la tele ni los demás que seguiremos yendo a ver. Espero que no sean ese unicornio que yo vi en esa jugadora del Universitari. Porque espero que dentro de 30 años esté haciendo una pachanga con sus compañeras, poniéndose al día, tomándose una cerveza y recordando los partidos, los torneos y las miles de cosas que compartieron.

1 Comment
  • Lluís Comes
    Posted at 15:54h, 20 abril Responder

    Bravo,!

Post A Reply to Lluís Comes Cancel Reply